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Gabriela Mistral acusada de robo

Jueves 19 de enero de 2006
LA NORTINA SUFRIBLE ANTES DE SER FAMOSA
Recibió el Premio Nobel, pero nunca el Municipal. La vida de la poetisa de Montegrande estuvo marcada por su baja autoestima y por sus complejos. Eterna enamorada del poeta Salvador Reyes, cuyas huellas quedaron en cartas escritas con pasión, lujuria y desesperación. ¿Por qué la Mistral se odiaba tanto? El respetado crítico literario Hernán Díaz Arrieta (Alone), en esta crónica publicada en La Nación el 9 de abril de 1976, trata de revelar ese incógnito secreto de una existencia atormentada.
La Nación
Alone

Se hará un filme algún día con la pobre muchachita de Montegrande que, en momentos aciagos, acusada de robo, atraviesa la plaza de Vicuña, perseguida a piedras e insultos por sus compañeras de colegio y, más tarde, durante el curso de su existencia, alcanza tierras lejanas, recibe fuera de su patria grandes homenajes, obtiene el honor más codiciado y, vuelta a su país, encuentra los esplendores de una apoteosis; pero no podía curarse la herida de esa acusación injusta ni vencer el temor a no se sabe qué castigos por una falta que no había cometido.
Todo lo demás resulta accesorio en la vida de Gabriela.
Amó al suicida con pasión vehemente y dijo su dolor en versos inmortales; pero el tiempo borra poco a poco ese amor de sus memorias y después quiere borrar también de sus libros los inmortales versos.
Los cantos a los niños y sus rondas para hacerlos danzar no fueron para su alma de melancolía, sino un modo de embriaguez, el intento de crear con palabras la ternura soñada.
LA TRAUMATIZADA
Al enseñar, cumplía una misión austera, quería dignificarse y dignificar, alzarse por el sacrificio de sus horas y la sujeción de la mente, suscitando imágenes que la envolvían de luz.
No la sedujo la gloria, no la deslumbraron los honores.
No se entiende el carácter de Gabriela ni se explican sus errancias por tantas regiones sin saber esa espina secreta de lo que llaman “un complejo”. Al relatar el antiguo episodio, aunque muchas veces lo hubiera referido, la voz le cambiaba, se le hacía más baja y como alucinante. Su intimado oyente, estupefacto, pensaba tener ante sí un ser distinto, y la que todos veían carrera de triunfos, espectáculo victorioso, se le transformaba en una vía dolorosa por terreno inseguro donde se escondía la acechanza. Aparecían cabezas de enemigos ocultos, saltaban peligros insospechados y manos amenazadoras se adelantaban prontas a la traición y capaces de asesinato. Había estado ciega, quisieron envenenarla, vocecillas malignas proclamaban afirmaciones calumniosas y el tormento de las injurias anónimas, del odio implacable e invisible, iba cerrándole las puertas del vasto mundo, libre para otros, para ella tapiado de rencor.
No importa que viera con lucidez el absurdo suplicio. Daba incluso su clave: el dolor de su infancia, aquellos gritos que no cesaba de oír y que seguían echándola a la fuga, en busca de refugio. Era como si en el fondo, más adentro de la zona consciente, se sintiera culpable y hubiera delinquido. Y que esa persecución, esas calumnias y los gestos injuriosos los necesitara oscuramente para expiar.
Muchas lecciones dio la maestra sobre el trato a las almas infantiles y los dedos de ángel con que se debe tocarlas: ninguna como su propia experiencia. La quimera del “eterno retorno” inventada por un filosofo, en un acceso visionario, es aquí, sobre la tierra, donde se cumple y el destino de cada ser nacido realiza su ciclo inexorable.
Hay un período en que se vive el porvenir.
Los demás no hacen sino desarrollarlo, como un programa sometiéndolo a él como a una sentencia.
Dura de toda dureza fue la de esa niña azotada y perseguida, que de ella milagrosamente, sacó fuerzas para levantarse y, ofrecida en holocausto, se nos presenta asó como mártir.
Rescate y transcripción de Paulina Arancibia Cortez-Monroy

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