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Muere, maldito

Miércoles 25 de enero de 2006
Jorge TeillIer y el relato del decadente funeral de Charles Baudelaire
“Singular advertencia: sentí pasar sobre mí el viento de la imbecilidad”, dijo el autor de “Las flores del mal” a pocos días de haber intentado suicidarse. Cuatro años después, murió de una sífilis mal cuidada y su funeral fue el de un desconocido marginal. “El cortejo era reducido, y para mayor deslucimiento, en el acto mismo se desencadenó un temporal”, nos recuerda Jorge Teillier en esta crónica publicada el 27 de agosto de 1967 en La Nación.
La Nación
Jorge Teillier
“Señores, se les ruega asistir al cortejo, servicio y entierro del señor Charles Baudelaire, fallecido en París el 31 de agosto de 1867, a la edad de cuarenta y seis años tras recibir los sacramentos de la iglesia...” Así rezaba, con la acostumbrada retórica fúnebre, la esquela enviada por la madre del poeta y su firma precedía el desfile de parientes menospreciados por el poeta: generales de división, jefes de batallón. Sin embargo, para desdicha de la madre, el mundo oficial no se haría presente en el entierro. Tampoco había recibido Baudelaire condecoración alguna en su vida; su candidatura a la Academia fue considerada una broma de mal gusto. El cortejo era reducido, faltaban las personalidades, y en el acto mismo del entierro se desencadenó un temporal. Theophile Gautier, al cual Baudelaire había dedicado “Las flores del mal”, escribe a su hija sobre el fastidio que le produce tener que escribir una nota necrólogica sobre “ese pobre Baudelaire”. ¿Qué importaba a París, la “hormigueante ciudad llena de sueños”, la muerte de su más grande poeta? Su más grande y más desdeñoso poeta, añadamos.
Miedo de perro
Tras el carruaje fúnebre de Víctor Hugo seguirían, en cambio, decenas de miles de fieles. ¿Y qué decían los grandes y consagrados espíritus, de la muerte de Baudelaire, su amigo? Mallarmé, joven profesor de inglés en provincia, escribe a un amigo diciéndole que no puede superar su pena al saber la muerte del autor de sus admiradas “Flores del mal”. Mallarmé y Verlaine le habían dedicado, un año antes de la muerte de su maestro, sendos ensayos de fervorosa admiración. Pero Baudelaire al saberlo en el destierro se había limitado a comentar: “Esos jóvenes me dan un miedo de perro. Nada amo tanto como el estar solo”. No tenía ningún interés en conocerlos, ni pensaba que su posteridad ya se le estuviese anticipando en vida. Por lo demás, le bastaba a él mismo saberse poseedor de ella.
El anciano gastado
A los cuarenta y seis años, Baudelaire era un anciano gastado, lleno de arrugas, encanecido prematuramente. Él mismo lo había pronosticado diciendo que al vivir cada hora con una intensidad plena se vive el triple de lo normal, a despecho de la edad cronológica. Su edad era más de un siglo, entonces, sus recuerdos sumaban más de los que alguien que hubiera alcanzado los mil años.
Sí, es seguro que muy pocos envidiarían la muerte de Baudelaire, convertido en un despojo humano, que sólo podía articular blasfemias que horrorizaban a las monjas de la clínica, no, no fue la de él “La mort qui console”, ni tampoco lo fue su vida. A cien años de ella, ya se sabe que la poesía occidental sería otra sin “Las flores del mal”. Se le ha reconocido en un siglo del cual tuvo destellos, y que amaba menos que el siglo donde le tocó vivir.
El poeta nos dejó un espejo donde mirarse a pesar de que él decía que sentía “el ridículo de un profeta”. Su suerte en este siglo hubiese sido la misma que tuvo en su tiempo. Los verdaderos poetas aún siguen siendo en nuestra sociedad “los desplazados”.
Se han perdido sus trabajos, sólo quedan algunos poemas dispersos, bellamente traducidos, que alcanzaron a ser publicados en algunas revistas. Pero “la tumba es confidente de mis sueños infinitos, porque la tumba siempre comprenderá al poeta”. Es bueno llevar un ramo de modestas flores al poeta, que va viajando en el barco que lleva de capitana a la muerte, y saber que de todos modos, el poeta nos supo anunciar que si confiamos en el amor y la poesía: “un ángel fiel y alegre, entreabriendo las puertas / Reanimará los empañados espejos y las llama muerte”.
Rescate y transcripción de Paulina Arancibia Cortez-Monroy

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