
Envenenado
Los mendigos
Eduardo Galeano*
Para triunfar en la vida, también los mendigos estudian.
Espiando la tele, en bares y vidrieras, los mendigos reciben lecciones de los maestros del oficio.
En la pantalla chica, ellos asisten a las clases impartidas por los presidentes latinoamericanos, que pasan el sombrero en las conferencias internacionales, y que practican el arte de implorar en sus periódicas peregrinaciones a Washington.
Así, los mendigos aprenden que la verdad no es eficaz. Un buen profesional nunca pide unas monedas para el vino. No, no: extiende la mano suplicando una ayuda para llevar a la anciana madre al hospital, o para pagar el cajón del hijito que acaba de morir, mientras con la otra mano exhibe la receta médica o el certificado de defunción.
Los mendigos también aprenden que algo hay que ofrecer, a cambio de la limosna. Ellos tienen la calle por patria, carecen de territorio: no hay sueldos, ni subsueldos, ni empresas públicas, que puedan entregar. Pero pueden retribuir la caridad con un lugarcito en el Más Allá, y eso hacen:
-No me obligue a robar, Jesús también pidió, lo dice la Biblia, Dios se lo pague, Dios lo tenga en la Gloria, usted se merece el cielo...
UNA CLASE DE DERECHO
Están haciendo cola los pobres de absoluta pobrecía.
La ley se despierta temprano, hoy atiende el doctor a primera hora.
El abogado ve que en la cola espera una anciana con un racimo de niños y un bebé en brazos. Cuando le llega el turno, ella muestra sus papeles. Los niños no son nietos: esa mujer tiene treinta años y nueve hijos.
Viene a pedir ayuda. Ella había levantado un rancho de lata y madera en algún lugar de las orillas del Cerro de Montevideo. Creía que era tierra de nadie, pero era de alguien. Y ahora van a echarla de allí, ya le ha llegado esa cosa que se llama lanzamiento.
El abogado la escucha. Revisa los papeles que ella ha traído.
No hay derecho, piensa el doctor en Derecho: menea la cabeza, demora en hablar. Traga saliva y dice, mirando al suelo:
-Lo lamento, señora, pero... no hay nada que hacer.
Cuando alza la mirada, ve que la hija mayor, una muchachita con cara de espanto, se está tapando las orejas con las manos.
EL PRECIO DEL PROGRESO
Apolo, sol de los griegos, era el dios de la música.
Él había inventado la lira, que humillaba a las flautas, y pulsando la lira trasmitía a los mortales los secretos de la vida y la muerte.
Un día, el más músico de sus hijos descubrió que las cuerdas de tripa de buey sonaban mejor que las cuerdas de lino.
A solas con su lira, Apolo probó la invención. Hizo vibrar el nuevo cordaje y confirmó que era superior.
Entonces, el dios se regaló la boca con néctar y ambrosía, alzó su arco de guerra, apuntó al hijo y desde lejos le partió el pecho de un flechazo.
Espiando la tele, en bares y vidrieras, los mendigos reciben lecciones de los maestros del oficio.
En la pantalla chica, ellos asisten a las clases impartidas por los presidentes latinoamericanos, que pasan el sombrero en las conferencias internacionales, y que practican el arte de implorar en sus periódicas peregrinaciones a Washington.
Así, los mendigos aprenden que la verdad no es eficaz. Un buen profesional nunca pide unas monedas para el vino. No, no: extiende la mano suplicando una ayuda para llevar a la anciana madre al hospital, o para pagar el cajón del hijito que acaba de morir, mientras con la otra mano exhibe la receta médica o el certificado de defunción.
Los mendigos también aprenden que algo hay que ofrecer, a cambio de la limosna. Ellos tienen la calle por patria, carecen de territorio: no hay sueldos, ni subsueldos, ni empresas públicas, que puedan entregar. Pero pueden retribuir la caridad con un lugarcito en el Más Allá, y eso hacen:
-No me obligue a robar, Jesús también pidió, lo dice la Biblia, Dios se lo pague, Dios lo tenga en la Gloria, usted se merece el cielo...
UNA CLASE DE DERECHO
Están haciendo cola los pobres de absoluta pobrecía.
La ley se despierta temprano, hoy atiende el doctor a primera hora.
El abogado ve que en la cola espera una anciana con un racimo de niños y un bebé en brazos. Cuando le llega el turno, ella muestra sus papeles. Los niños no son nietos: esa mujer tiene treinta años y nueve hijos.
Viene a pedir ayuda. Ella había levantado un rancho de lata y madera en algún lugar de las orillas del Cerro de Montevideo. Creía que era tierra de nadie, pero era de alguien. Y ahora van a echarla de allí, ya le ha llegado esa cosa que se llama lanzamiento.
El abogado la escucha. Revisa los papeles que ella ha traído.
No hay derecho, piensa el doctor en Derecho: menea la cabeza, demora en hablar. Traga saliva y dice, mirando al suelo:
-Lo lamento, señora, pero... no hay nada que hacer.
Cuando alza la mirada, ve que la hija mayor, una muchachita con cara de espanto, se está tapando las orejas con las manos.
EL PRECIO DEL PROGRESO
Apolo, sol de los griegos, era el dios de la música.
Él había inventado la lira, que humillaba a las flautas, y pulsando la lira trasmitía a los mortales los secretos de la vida y la muerte.
Un día, el más músico de sus hijos descubrió que las cuerdas de tripa de buey sonaban mejor que las cuerdas de lino.
A solas con su lira, Apolo probó la invención. Hizo vibrar el nuevo cordaje y confirmó que era superior.
Entonces, el dios se regaló la boca con néctar y ambrosía, alzó su arco de guerra, apuntó al hijo y desde lejos le partió el pecho de un flechazo.
* Artículo publicado en el diario 'La Nación' de Santiago de Chile, el miércoles 2 de noviembre de 2005.
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