Sí, para qué negarlo: "irle a" (ser hincha de) los Pumas de la UNAM es el sello que me ha caracterizado en México, ¡incluso antes de ser orgulloso alumno de la máxima casa de estudios de este país (y de las mejores, si no la más, de Iberoamérica)!
Pero, ser hincha del Santiago Wanderers es algo que va más allá de toda explicación accesoria: es la raíz originaria, la fuente de alegría por el fútbol, el punto de contacto inagotable con Chile, la expresión más indeleble de arraigo con Valparaíso, el ADN más claro de mi identidad. Si me catalogan de porfiado, obstinado, eterno seguidor de mis propias convicciones (en un mundo tan abyecto y acomodaticio al oportunismo), busquen su fuente en ser de Santiago Wanderers; ese Club Decano del Fútbol Chileno (el segundo a nivel sudamericano), fundado en la tarde-noche de un 15 de agosto de 1892.
Pablo Sandoval, el personaje bohemio de Guillermo Francella en esa joya fílmica que es "El Secreto de sus Ojos", menciona en un pasaje de antología que uno puede cambiar de barrio, de ciudad, de país, de pareja, de familia, de trabajo, hasta de Dios, pero jamás de equipo de fútbol, y que ahí radica la pasión. Y, eso es lo que me pasa con el Wanderers porteño, pues adoptado como derrotero ese primigenio "vagabundo", el recuerdo imborrable de Valparaíso se intensifica con cada pelota que pone en juego el Decano, y todo lo que implica aquello: el ir y subir interminable de los cerros y el plan; el sacrificio cotidiano de sus habitantes; el oler la brisa marina y entender que se avecina la tormenta; el estar, solitariamente, despierto en la madrugada, y escuchar dos sonidos, a lo lejos, que irrumpen la quietud nocturna: el zumbido de las sirenas de los barcos en la bahía, y el ladrido comunicativo y vigilante -a su vez- de los perros; el asumir que estás tan cerca físicamente, ¡y tan lejos, emocionalmente!, de Santiago -indefectiblemente; el punto neurálgico de Chile-, y que eso te exige esforzarte el doble, el triple, sin esperar ayuda adicional; el saber que cada día es un renovado signo de ganarle a la vida, y al mismo tiempo de ser gratificado por ella; el saber que el rito más sagrado de todo porteño, que se precie de tal, es cantar hasta las lágrimas el "Valparaíso" del Gitano y "La joya del Pacífico" (también, "Valparaíso eterno"...), y cantar el himno del Decano gritando el indescriptible "S-A-N", mejor aun si es desde el coliseo de Playa Ancha. Pero, sobre todo, el entender que, ganes, empates o pierdas (en el fútbol, claramente, pero es un símbolo de vida), de nada sirve si no incluyes la necesaria cuota de sacrificio, si no dejaste el alma en cada paso que diste en ese esfuerzo.
Pablo Sandoval, el personaje bohemio de Guillermo Francella en esa joya fílmica que es "El Secreto de sus Ojos", menciona en un pasaje de antología que uno puede cambiar de barrio, de ciudad, de país, de pareja, de familia, de trabajo, hasta de Dios, pero jamás de equipo de fútbol, y que ahí radica la pasión. Y, eso es lo que me pasa con el Wanderers porteño, pues adoptado como derrotero ese primigenio "vagabundo", el recuerdo imborrable de Valparaíso se intensifica con cada pelota que pone en juego el Decano, y todo lo que implica aquello: el ir y subir interminable de los cerros y el plan; el sacrificio cotidiano de sus habitantes; el oler la brisa marina y entender que se avecina la tormenta; el estar, solitariamente, despierto en la madrugada, y escuchar dos sonidos, a lo lejos, que irrumpen la quietud nocturna: el zumbido de las sirenas de los barcos en la bahía, y el ladrido comunicativo y vigilante -a su vez- de los perros; el asumir que estás tan cerca físicamente, ¡y tan lejos, emocionalmente!, de Santiago -indefectiblemente; el punto neurálgico de Chile-, y que eso te exige esforzarte el doble, el triple, sin esperar ayuda adicional; el saber que cada día es un renovado signo de ganarle a la vida, y al mismo tiempo de ser gratificado por ella; el saber que el rito más sagrado de todo porteño, que se precie de tal, es cantar hasta las lágrimas el "Valparaíso" del Gitano y "La joya del Pacífico" (también, "Valparaíso eterno"...), y cantar el himno del Decano gritando el indescriptible "S-A-N", mejor aun si es desde el coliseo de Playa Ancha. Pero, sobre todo, el entender que, ganes, empates o pierdas (en el fútbol, claramente, pero es un símbolo de vida), de nada sirve si no incluyes la necesaria cuota de sacrificio, si no dejaste el alma en cada paso que diste en ese esfuerzo.
Pésimos dirigentes futbolísticos, producto del capitalismo inserto como una enfermedad en cada actividad de nuestro cotidiano andar, han hecho que el amado Santiago Wanderers de Valparaíso sea encabezado por mercenarios que sólo velan por sus intereses, sin importarle el hincha, y el Club, despreciando toda la impronta identitaria de éste con el Puerto. Aquello ha refundado en un plantel ajeno a los flashes, desmantelado tras la avaricia del mercado, y sin las figuras luminarias y costosas de los planteles capitalinos. Pero, confirmado el adagio de que en la adversidad se forja el carácter, este muy joven equipo caturro (conformado, principalmente, por su inagotable cantera) ha construido el suyo, bajo el sino directriz del ser porteño/wanderino, y se enfrenta de igual a igual con cualquier rival, asumiendo en cada pelota el inmenso simbolismo de su verde camiseta.
De ahí la emoción de empates como el del pasado domingo ante la UC. No se trata de "aspirar a lo mínimo", sino - más bien- reconocer que hay algo en este equipo que refleja el sentido de tesón del porteño ante la adversidad, el no rendirse, el dejar la vida en la cancha (de juego, pero también vital), más allá de cualquier obstáculo.
Independiente del resultado al final de cada campeonato (y, de este en particular, donde nos jugamos la categoría), ese instinto esencial de lucha y orgullo es lo mínimo que todo buen wanderino le exige al equipo de sus amores. Es, en esencia, esa nuestra característica principal que nos singulariza dentro de Chile.
Alejado de los exitismos, más acostumbrados a sufrir que a celebrar, esa esencia es el incentivo primordial a llevar al Puerto y sus habitantes (de allá, o repartidos, literalmente, urbi et urbi) en cada sacrificio dentro de la cancha.
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