|Entrevista a Jürgen
Habermas[1]
Entrevista publicada en Social Europe, traducida al español por Enrique García para Sin
Permiso, 20 de noviembre de 2016. Esta versión se extrae de Pablo Gentili y Nicolás Trotta, comps., América Latina: la democracia en la encrucijada, Consejo
Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO), Buenos Aires, 2016, pp. 145-155.
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Después de 1989, solo se hablaba del “fin de la historia” gracias a la
democracia y la economía de mercado, y en la actualidad estamos experimentando
la aparición de un fenómeno nuevo en la forma de un liderazgo
autoritario/populista, de Putin a Donald Trump,
pasando por Erdogan. Claramente,
una nueva “internacional autoritaria” está logrando cada vez más definir los
discursos políticos. ¿Acertó su contemporáneo Ralf Dahrendorf cuando previó un Siglo XXI autoritario? ¿Se puede,
de hecho se debe, hablar de un cambio de época?
Después de la transformación de
1989-90, cuando Fukuyama
aprovechó la consigna de la “post-historia”, acuñada originalmente por una
especie de conservadurismo feroz, su reinterpretación expresó el triunfalismo
miope de las elites occidentales, que se adhirieron a la creencia liberal de la
pre-armonía establecida de la economía de mercado y la democracia. Ambos
elementos informan la dinámica de la modernización social, pero están
vinculados a imperativos funcionales que chocan repetidamente. El equilibrio
entre el crecimiento capitalista y la participación de la población –solamente
a medias aceptada como socialmente justa– en el crecimiento de las economías
altamente productivas solo puede tener lugar en un estado democrático digno de
este nombre. Tal equilibrio, que justifica el nombre de “democracia
capitalista”, era, sin embargo, dentro de una perspectiva histórica, una excepción
y no la regla. Eso ya hacía, de la idea de una consolidación global del “sueño
americano”, una ilusión.
El nuevo desorden mundial, la
impotencia de los EE.UU. y Europa con respecto al crecimiento de los conflictos
internacionales, es profundamente inquietante y las catástrofes humanitarias en
Siria o Sudán del Sur nos conmocionan, así como los actos de terrorismo
islamista. Sin embargo, no puedo reconocer en la constelación que usted indica
una tendencia uniforme hacia un nuevo autoritarismo, sino, más bien, una
variedad de causas estructurales y muchas coincidencias. Lo que les une es el
teclado del nacionalismo, que ha comenzado también a ser utilizado en
Occidente. Incluso antes de Putin
y Erdogan, Rusia y Turquía no
eran “democracias impolutas”. Si Occidente hubiera aplicado una política un
poco más inteligente, se habría podido fijar el curso de las relaciones con
ambos países de manera diferente, y las fuerzas liberales en sus poblaciones
podrían haber sido reforzadas.
¿No estamos sobreestimando las capacidades de Occidente de manera
retrospectiva?
Por supuesto, dada la gran
variedad de sus intereses divergentes, no habría sido fácil para “Occidente”
elegir el momento adecuado para tratar racionalmente con las aspiraciones
geopolíticas de una superpotencia rusa relegada o con las expectativas europeas
de un descontento gobierno turco. El caso del ególatra Trump, altamente significativo para todos en Occidente, es de
un orden diferente. Con su desastrosa campaña electoral, está llevando a un
punto crítico un proceso de polarización que los republicanos han estado
alimentando con cálculo frío desde la década de 1990 y que están incrementado
sin escrúpulos, hasta el punto de que el Grand Old Party, el partido de Abraham
Lincoln, no lo olvidemos, ha
perdido por completo el control de este proceso. Esta movilización de
resentimiento está dando rienda suelta a las dislocaciones sociales de una
superpotencia en declive político y económico. Lo que sí veo, por lo tanto,
como algo problemático, no es el modelo de una Internacional autoritaria que se
plantea como hipótesis, sino la ruptura de la estabilidad política en nuestros
países occidentales en su conjunto. Cualquier valoración de la retirada de los
EE.UU. de su papel como potencia mundial siempre dispuesta a intervenir para
restablecer el orden, tiene que tener en cuenta el fondo estructural, que
afecta a Europa de una manera similar.
La globalización económica que
Washington introdujo en la década de 1970 con su agenda neoliberal ha traído
consigo, medido a nivel mundial en relación con China y los demás países
emergentes BRIC, una disminución relativa de Occidente. Nuestras sociedades
deben trabajar en cada país la conciencia de esta decadencia global junto con
el crecimiento explosivo, inducido por la tecnología, de la complejidad de la
vida cotidiana. Las reacciones nacionalistas están ganando terreno en los
ambientes sociales que nunca o inadecuadamente se han beneficiado de las
ganancias de la prosperidad de las grandes economías, porque el siempre
prometido “efecto goteo” no se materializó durante décadas.
Incluso si no hay una tendencia inequívoca hacia un nuevo
autoritarismo, obviamente estamos pasando por un enorme giro a la derecha, de
hecho, una revuelta de la derecha. Y la campaña pro-Brexit fue solo el ejemplo
más destacado de esta tendencia en Europa. Usted mismo, como se ha dicho
recientemente, “no contó con una victoria del populismo sobre el capitalismo en
su país de origen”. Todo observador sensato no ha podido sino sorprenderse de
la naturaleza obvia irracional del resultado de esta votación y de la propia
campaña. Una cosa es evidente: Europa también es cada vez más presa de un
populismo seductor, de Orban y Kaczynski a Le Pen y la AfD. ¿Quiere esto decir que estamos atravesando
un período en el que la norma en Occidente son las políticas irracionales?
Algunos sectores de la izquierda ya están defendiendo reaccionar frente al
populismo de derechas con una versión de izquierdas.
Antes de reaccionar de forma
puramente táctica, hay que resolver el rompecabezas de cómo el populismo de
derechas se apropió de los temas de la izquierda. La última cumbre del G-20 fue
una pieza de teatro instructiva en este sentido. Una lectura de las
preocupaciones de los jefes de gobierno sobre el “peligro de derechas” es que
podría llevar a los Estados nación a cerrar sus puertas, a levantar el puente
levadizo y a acabar con los mercados globalizados. Este estado de ánimo abraza
el asombroso cambio de política social y económica que una de las
participantes, Theresa May,
anunció en la última conferencia del Partido Conservador y que causó olas de
ira, como era de esperar, en los medios de comunicación pro-empresariales.
Obviamente, la primera ministra británica había estudiado a fondo las razones
sociales del Brexit; en cualquier caso, está tratando de robarle el viento a
las velas del populismo de derecha cambiando la anterior línea del partido y
vendiendo un “Estado fuerte” intervencionista con el fin de combatir la
marginación de los sectores “abandonados” de la población y el aumento de las
divisiones en la sociedad. Teniendo en cuenta este irónico cambio de la agenda
política, la izquierda en Europa tiene que preguntarse por qué el populismo de
derechas está teniendo éxito a la hora de ganarse a los oprimidos y
desfavorecidos para el falso camino del aislamiento nacional.
¿Cuál debe ser la respuesta de la izquierda al desafío de la derecha?
La cuestión es por qué los
partidos de izquierda no se lanzan a la ofensiva contra la desigualdad social
domesticando de manera coordinada y transfronteriza los mercados no regulados.
Como una alternativa razonable –tanto frente al status quo del capitalismo
financiero salvaje como a la agenda de un “völkisch” o retroceso nacionalista
de izquierda a la supuesta soberanía de las que se ha desprovisto hace mucho a
las naciones– yo sugeriría que solo hay una forma supranacional de cooperación
que persigue el objetivo de dar forma a una reconfiguración política
socialmente aceptable de la globalización económica. Los regí- menes
internacionales de tratados son insuficientes para ello; porque, dejando a un
lado por completo su dudosa legitimidad democrática, las decisiones políticas
en torno a cuestiones de redistribución solo pueden llevarse a cabo dentro de
un estricto marco institucional. Eso deja solo el camino pedregoso de una
profundización institucional y la incrustación de una cooperación
democráticamente legitimada a través de las fronteras nacionales. La Unión
Europea fue una vez un proyecto de este tipo, y la unión política de la zona
euro aún podría serlo. Pero los obstáculos en el proceso de toma de decisiones
interno son muchos para eso.
Desde Clinton, Blair
y Schröder, los socialdemócratas
han derivado hacia la línea neoliberal imperante en las políticas económicas,
ya que era o parecía ser prometedora en un sentido político: en la “batalla por
el centro”, estos partidos políticos pensaban que solo podían ganar mayorías
adoptando un curso neoliberal de acción. Esto significaba aceptar una vieja
tolerancia de las crecientes desigualdades sociales. Mientras tanto, este
precio –la “sangría” económica y socio-cultural de sectores cada vez mayores de
la población– claramente ha aumentado tanto, que la reacción contra ello se ha
ido a la derecha. ¿Y a dónde podía ir? Si no hay una perspectiva creíble y
proactiva, la protesta simplemente se refugia en formas gestuales e irracionales.
Incluso peor que la derecha populista parecen ser los “riesgos de
contagio” en los partidos establecidos –y, de hecho, en toda Europa–. Bajo la
presión de la derecha, la nueva primera ministra de Gran Bretaña ha aplicado
una política de línea dura para disuadir o incluso expulsar a los trabajadores
extranjeros y migrantes; en Austria, el jefe socialdemócrata del gobierno
quiere restringir el derecho de asilo por decreto de emergencia; y en Francia,
François Hollande ha estado
gobernando durante ya casi un año en un estado de emergencia, para gran
satisfacción del Frente Nacional. ¿Está Europa alerta en esta revuelta de
derechas o los logros republicanos están siendo erosionados de forma
irreversible?
Mi balance es que los políticos
han manejado mal el populismo de derechas desde el principio. El error de los
partidos establecidos ha sido aceptar el terreno de enfrentamiento definido por
el populismo de derechas: “Nosotros” contra el sistema. Aquí casi no importa un
ápice si este error toma la forma de una asimilación o de una confrontación con
la “derecha”. Basta mirar al estridente aspirante a presidente francés, Nicolas
Sarkozy, que está superando la
oferta de Marine Le Pen con sus
propuestas, o el ejemplo del sobrio ministro de Justicia alemán Heiko Maas, que ataca con fuerza a Alexander Gauland en el debate: ambos refuerzan a
su oponente. Ambos los toman en serio y elevan su perfil. Hace un año que aquí,
en Alemania, todos conocemos la estudiada sonrisa irónica de Frauke Petry (líder de AfD) y el comportamiento
del resto de la dirección de su fantasmal banda. Solo haciendo caso omiso de
sus intervenciones se puede segar la hierba bajo los pies de los populistas de
derechas.
Pero esto requiere estar
dispuesto a abrir un frente completamente diferente en la política interna y,
al hacerlo, convertir el problema antes mencionado en la cuestión clave: ¿cómo
podemos recuperar la iniciativa política vis-à-vis
con las fuerzas destructivas de la desenfrenada globalización capitalista? En
cambio, la escena política es predominantemente gris sobre gris. Por ejemplo,
la agenda pro-globalización de izquierda de dar forma política a una sociedad
global, que crece junta económica y digitalmente, ya no puede distinguirse de
la agenda neoliberal de abdicación política al chantaje de los bancos y de los
mercados no regulados.
Por lo tanto, habría que hacer
que fueran reconocibles nuevamente los programas políticos enfrentados,
incluyendo el contraste entre la mentalidad abierta “liberal” –en un sentido
político y cultural– de la izquierda, y el aire viciado localista de las
críticas de la derecha a una globalización económica sin restricciones. En una
palabra: la polarización política debe re-cristalizar entre los partidos
establecidos en los conflictos sustantivos. Los partidos que prestan atención a
los populistas de derechas en lugar de despreciarlos no deben esperar para
hacerlo a que la sociedad civil desdeñe su discurso y su violencia. Por lo
tanto, considero que el mayor peligro es una polarización muy diferente hacia
la que se dirige la oposición dura dentro de la CDU cuando mira recelosa al
período post-Merkel. En Alexander
Gauland reconoce de nuevo la
figura central del ala Dregger de la antigua CDU de Hesse, carne de su propia carne, y juega con la idea de recuperar
votantes perdidos por medio de una coalición con el AfD.
Incluso verbalmente, muchas cosas están al revés: los políticos cada
vez más son denunciados como “enemigos del pueblo” y abiertamente insultados.
Alexander Gauland llama a Angela Merkel una “canciller dictatorial”. En
la misma línea se inscribe la rehabilitación gradual de la “Wörterbuch des
Unmenschen” (diccionario de la jerga nazi)”: Frauke Petry quiere llevar el
concepto de “völkisch” de nuevo al lenguaje cotidiano, Björn Höcke habla de “entartete Politik”
(“política degenerada”) y, acto seguido, una diputada de la CDU sajona cae en
el clásico discurso nazi de la “Umvolkung” (desgermanización) –y todo esto sin
mayores consecuencias.
La única lección que los partidos
democráticos deben sacar sobre el tratamiento de estas personas interesadas en
tales términos es que deben dejar de bailar alrededor de estos “ciudadanos
preocupados” y denunciarlos tajantemente por lo que son: el caldo de cultivo de
un nuevo fascismo. En lugar de eso, somos testigos una y otra vez del ritual
cómico, bien practicado en la antigua República Federal, de los equilibrios
obligatorios: cada vez que se habla de “extremismo de derechas”, los políticos
se sienten obligados inevitablemente a señalar a toda prisa el correspondiente
peligro de “la extrema izquierda”, como si tuvieran que justificarse.
¿Cómo se explica la susceptibilidad ante el populismo de derecha de la
AfD en Alemania del Este y la magnitud de los delitos de la extrema derecha
allí?
No se debe, por supuesto, tener
ninguna ilusión en relación al fuerte éxito electoral de la AfD en los estados
occidentales de Alemania, como demuestran los resultados de las últimas
elecciones de BadenWürttemberg, incluso cuando las agresivas declaraciones del
señor Meuthen (de la AfD) contra
el legado liberal-izquierdista de la generación del 68 hacen suponer no tanto
una mentalidad de un extremista de derechas, como una tendencia de larga data
en esa vieja República Federal. En el oeste, los prejuicios de extrema derecha
de los votantes de la AfD parecen florecer en un medio social conservador que
no tuvo la oportunidad de desarrollarse en la antigua RDA. En el oeste también
se encuentran aquellos activistas de derecha que, inmediatamente después de la
reunificación de 1990, se desplazaron en masa desde la vieja República Federal
hacia el este, llevando con ellos las capacidades organizativas necesarias. Sin
embargo, a juzgar por los datos estadísticos conocidos, la vulnerabilidad “sin
filtro” a los viejos prejuicios autoritarios y a las “viejas” continuidades es
definitivamente mayor en el este de Alemania. En la medida en que este
potencial aparece en antiguos no votantes, se pudo mantener de forma más o
menos discreta hasta que apareció el catalizador de nuestra reciente política
de refugiados: hasta ahora, estos votantes habían sido atraídos por la sesgada
percepción política y la buena voluntad nacional de la CDU del Este o por el
partido de la “Izquierda”. Hasta cierto punto no hay mal que por bien no venga.
Pero es mejor para un cuerpo democrático cuando esos modos de pensar políticos
cuestionables no son barridos bajo la alfombra a largo plazo.
Por otro lado, el oeste, es
decir, el anterior gobierno de Alemania Occidental, que definió el modo de la
reunificación y la reconstrucción, y que ahora tiene la responsabilidad
política de las consecuencias, bien podría acabar quedándose con el bebé en
vista de cómo la historia juzga estos hechos. Mientras que la población de la
antigua Alemania Occidental ha tenido la oportunidad, en buenas condiciones
económicas, de liberarse gradualmente de la herencia de la época nazi
debatiendo públicamente durante décadas, librándose de los prejuicios y de unas
elites continuistas, la población de la antigua RDA no ha tenido la oportunidad
desde 1990 de poder cometer sus propios errores y de aprender con respecto a
ese pasado nazi.
Cuando se trata de la política federal, la AfD ha empujado a la Unión
(CDU/CSU) al caos estratégico. Recientemente, los políticos de la CDU y la CSU
redactaron un “Aufruf “ (mandato) para un “Leitkultur”, una consigna política
para preservar el marco cultural heredado, con la intención de evitar “que el
patriotismo sea abandonado a las personas equivocadas”. Se puede leer en él:
“Alemania tiene derecho a estipular lo que debería ser evidente por sí mismo”.
“El arraigo en una patria amada y la experiencia diaria del patriotismo” deben
ser promovidos. En la (antigua) República Federal, como consecuencia de una
creciente aceptación de la democracia, la Ley Fundamental actuaba como la
cultura de la base y su reconocimiento se convirtió en la medida de una
integración con éxito. Hoy en día, ¿estamos experimentando la transición de
esta cultura de base constitucional patriótica en una nueva cultura alemana
formada por el hábito y la costumbre, como el deber de dar la mano cuando se
saluda a alguien?
Obviamente supusimos demasiado
rápido que la CDU de Merkel había
dejado atrás los remotos debates que dominaron la década de 1990. La política
de refugiados ha hecho emerger una oposición interna que combina los
descendientes de la derecha nacional-conservadora de la vieja CDU/CSU con los
conversos de la CDU del este. Su “Aufruf”
marca el punto a partir del cual la CDU se vendría abajo como partido si se la
obliga a decidir entre dos opciones sobre cómo organizar la integración de los
refugiados: de acuerdo a las normas constitucionales o de acuerdo con las ideas
de la cultura nacional mayoritaria. La constitución democrática de una sociedad
plural otorga derechos culturales a las minorías para que estas tengan la
posibilidad de continuar su propia forma de vida cultural dentro de los límites
de la constitución. Por lo tanto, una política de integración constitucional es
incompatible con la obligación legal de que los inmigrantes de un origen
diferente sometan su estilo de vida a la cultura de la mayoría. Por el
contrario, exige la diferenciación entre una cultura mayoritaria arraigada en
el país y una cultura política que abarca a todos los ciudadanos por igual.
Esta cultura política está, sin
embargo, determinada todavía por la manera en que los ciudadanos interpretan
los principios constitucionales a partir del contexto histórico del país. La
sociedad civil debe esperar de los ciudadanos inmigrantes –sin poder imponerlo
legalmente– que crezcan en esta cultura política. El informe que Navid Kermani, un ciudadano alemán de origen
iraní, publicó en Der Spiegel sobre
su visita al antiguo campo de concentración de Auschwitz es conmovedor e
ilustrativo: en el babel de los visitantes de muchos países optó por unirse a
un grupo silencioso de alemanes, los descendientes de la generación responsable
de lo que ocurrió allí. Pero no fue en todo caso la lengua alemana del grupo lo
que le movió a hacerlo.
Teniendo en cuenta que la cultura
política no dejará de evolucionar dentro de una cultura democrática que vive
del debate, los ciudadanos recién llegados tienen tanto derecho como los más
antiguos a su propia voz en el proceso de desarrollo y cambio de esa cultura
política común. El poder definitorio de estas voces esta ejemplarizado por los
escritores de éxito, cineastas, actores, periodistas y científicos de las
familias de antiguos “trabajadores invitados” turcos. Los intentos de conservar
legalmente una cultura nacional no solo son inconstitucionales, sino poco
realistas.
En su última entrevista, en Die Zeit, el 7 de julio, usted criticaba
como “viejo lector de periódicos” una “cierta complicidad de la prensa” sin la
cual la “política de embotamiento general de Merkel”
no se habría extendido por todo el país. Es evidente que con la política de
refugiados de Merkel estamos
experimentando una nueva polarización. ¿Ve alguna posibilidad de pensar en
alternativas políticas?
Dada la fijación de la AfD, me
temo más bien una desaparición de las diferencias entre los demás partidos. Al
referirme a una política de embotamiento general estaba hablando de Europa. En
cuanto al futuro de la Unión Europea, por su parte, nada ha cambiado desde el
Brexit. Por ejemplo, no se lee prácticamente nada sobre la nueva escalada del
conflicto entre el ministro de Finanzas, Wolfgang Schäuble, y el FMI tras el abandono de este último del
programa de ayuda a Grecia. Sin una iniciativa para cambiar la política de
recortes, la falta de disposición interior en Europa para la cooperación se
desarrollará en otros ámbitos políticos.
En una entrevista con Die Welt, tras el Brexit, Schäuble se retractó públicamente de su
propuesta de futuro de un núcleo proactivo europeo que él y Karl Lamers habían diseñado en la década de
1990. Angela Merkel, que es una
política racional que favorece un pragmatismo tecnocrático, pero que puede ser
también una tacticista movida por la ambición de poder, me sorprendió con su
política de refugiados constructiva. Su último viaje a África muestra que tiene
la capacidad y la disposición de actuar de una manera estratégica y de largo
alcance. Pero, ¿qué significa cuando, por otro lado, ya desde el año 2010 lleva
a cabo una política hacia Europa desde la perspectiva estrecha del egoísmo
económico nacional? De hecho, parece pensar solo en términos de los intereses
nacionales en esa área política donde es responsabilidad de nuestro gobierno
proporcionar el impulso necesario para la creación y posterior desarrollo de la
UE. La política de austeridad miope de Merkel, que rígidamente mantiene el status quo, ha impedido dar los pasos
necesarios y ha profundizado las divisiones dentro de Europa.
Ha exigido durante mucho tiempo una transnacionalización de la
democracia, el fortalecimiento de la UE, para compensar la pérdida de control
dentro de los Estados-nación en una sociedad global altamente interdependiente.
Sin embargo, el anhelo de un repliegue en el Estado-nación está creciendo. Dado
el estado actual de la UE y sus instituciones, ¿cree que hay alguna remota posibilidad
realista de luchar contra esta renacionalización?
Las negociaciones sobre el Brexit
traerán este tema nuevamente a la agenda. De hecho, todavía apoyo la
diferenciación interna entre una Unión política más estrecha (lema: Core Europe) y una periferia de Estados
miembros que pueda unirse al núcleo en cualquier momento.
Tantas
razones políticas y económicas hablan a favor de este diseño que entiendo que
los políticos harían mejor en creer en la capacidad de la gente de aprender,
que en justificar su abandono de una alternativa política para el futuro
alegando su impotencia ante fuerzas sistémicas fatalmente inalterables. La
carrera de Angela Merkel ofrece,
con la retirada de la energía nuclear y su política de refugiados pionera, dos
notables ejemplos contrarios a la tesis de que no existe margen de maniobra
política.
[1] Filósofo y sociólogo alemán, miembro fundamental de
la Escuela de Frankfurt y uno de los exponentes de la Teoría crítica
desarrollada en el Instituto de Investigación Social. Entre sus principales
obras se destacan Conocimiento e interés, Teoría de la acción comunicativa y
Facticidad y validez. Entrevista publicada en Social Europe, traducida al
español por Enrique García para Sin Permiso, 20 de noviembre de 2016.
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